...al asomarse al alfeizar de la ventana:
Sarampión llegó a la señora Mariluz un día claro de abril, de esos en los que el aire está tan transparente que el azul del cielo es casi azulón y no se puede mirar directamente a una pared blanca; de esos tan claros que el sol es una estrella de mil puntas, cada una de las cuales te hace llorar, de felicidad, pero poniendo cara de dolor, o de mucha risa, según se mire.
Aún así hacía un frío agradable, de los que te hacen sentir sano, de los que te hacen respirar los olores de la primavera.
Esos olores se mezclaban con el de la ropa limpia, a base de jabón del de toda la vida, del que se hace en casa, con las sobras del aceite y sosa; limpia, pero aún húmeda, que por eso la tendía doña Mariluz en sus cuerdas verdes de nailon, que daban al patio interior.
Y de repente, sin avisar, el jodío canario se posó en la mismita cuerda en la que estaba a punto de colgar sus bragas favoritas, de esas de cuello vuelto, de esas de color carne absolutamente miméticas, la inmensa, rotunda y oronda señora Mariluz.